Los uniformes que Cristobal Balenciaga diseñó para las azafatas de AIR FRANCE
En 1968 el director de transporte de Air France escribió al gran modisto Cristóbal Balenciaga, invitándole a aceptar el encargo de diseñar los nuevos uniformes para las azafatas de la línea aérea. El resultado fueron los diseños más longevos de Balenciaga en lo tocante en la producción, ya que fueron usados y reproducidos desde principios de 1969 hasta 1978.
Air France, la mayor aerolínea mundial del momento, encargaba tradicionalmente sus uniformes a modistos franceses, porque consideraba a sus azafatas “embajadoras de la moda francesa”.
La profesión de azafata gozaba de una elevada consideración en Europa y sus profesionales debían estar al tanto de las exquisiteces de la etiqueta social, mantenerse pulcras y bien peinadas mientras se desplazaban impecablemente de un entorno a otro, ofreciendo un educado servicio a una clientela acomodada.
Históricamente las azafatas de Air France habían llevado uniformes diseñados por los modistos Georgette Renal desde 1951 hasta 1962, momento en que la casa Dior, con Marc Bohan al timón, creó el “Nuevo Look”. Balenciaga heredó el cetro de la Maison Rodier, cuyos uniformes se habían utilizado apenas desde 1967. La corta vida de los uniformes de Rodier no era la norma, presumiblemente porque debía confeccionarse un gran número de prendas, un gasto con el que debía correr la aerolínea.
Air France no buscaba atuendos de una modernidad efímera para sus empleadas, ni tampoco prendas hechas individualmente a medida, y ya había iniciado un estudio sobre las necesidades prácticas de una azafata aérea, teniendo en cuenta los cambios climáticos, los gustos de la clientela y las opiniones de las propias azafatas, el dossier de diseño estaba fijado, por tanto y sólo era cuestión de escoger un nombre importante de la moda francesa: Balenciaga fue el nombre elegido.
El modisto estaba familiarizado en gran medida con los requisitos de la clientela a quienes la línea aérea transportaba como pasajeros, ya que a lo largo de toda su carrera sus clientas habían sido el tipo de mujer que viajaba con regularidad. Tales mujeres aparecían a menudo en revistas como Vogue, dando ideas a las lectoras acerca de cómo escoger el perfecto guardarropa-cápsula para los viajes aéreos.
Los libros de consejos de la época también recomendaban vivamente los “tejidos que cooperen y se arruguen lo menos posible, un concepto que a Balenciaga, el gran experto en textiles, no le era ajeno.
Sin embargo el modisto no estaba habituado a hacer modelos para ser fabricados en serie y listos para llevar. En primera instancia, unas 1.300 azafatas debían llevar estos uniformes y, por tanto, debía fabricarse cerca de 1.000.0000 de prendas para adecuarse a los repuestos y a la colada. Obviamente, Balenciaga no podía hacer todos a medida, aunque propuso instalar en sus talleres una sección dedicada a Air France.
C. Mendès, el fabricante de pret a porter de gama alta que confeccionaba la colección de Jacques Heim, sería el encargado de confeccionarlos en tallas estándar.
Consciente de las limitaciones financieras y fabricación, Balenciaga aceptó el desafío con deleite y su correspondencia con la aerolínea muestra que, en un principio pensó en como lograrlos mejores resultados mediante un método poco habitual: su solución para conseguir un buen ajuste de las prendas con tan gran cantidad de medidas individuales fue montar en el aeropuerto de Orly un taller de acabado, donde cada uniforme ser rematase adaptándolo a las medidas de su usuaria. Así, la primera generación de uniformes de Balenciaga se beneficio de la atención del maestro, tanto en la fase de diseño como en la de ajuste.
Según el comunicado de prensa de Air France de diciembre de 1968, los uniformes resultantes se adecuaban a la necesidad de las azafatas de “elegancia, libertad de movimiento y adaptabilidad a cambios climáticos bruscos, y a la mantenimiento de una apariencia impecable incluso después de un largo viaje.
Tanto los uniformes de verano como los de invierno ponían de manifiesto los conocimientos de Balenciaga con respecto a los tejidos y a los cortes, y su devoción por lo práctico. Los uniformes de verano constaban de un traje de dos piezas en Terylene y lana de Lesur color azul o rosa pálidos, siendo el Terylene (tergal) una fibra de poliéster sintético muy popular desde la segunda mitad de los años cincuenta ya que no se deformaba, era resistente a las arrugas y se lavaba con facilidad.
Por tanto, había sido escogido por “sus cualidades de pulcritud y flexibilidad”. La chaqueta del uniforme era cruzada con un cuello que se doblaba sobre un lazo de gros-grain de color azul marino, y la falda era ajustada, aunque con dos tablas para permitir libertad de movimientos; el dobladillo quedaba justo por encima de la rodilla y los bolsillos eran de tipo canguro y estaban insertos en las costuras delanteras. Una gorra azul marino completaba el conjunto, junto con un impermeable azul marino con dos botones plateados, unos guantes blancos de algodón, un bolso bandolera azul marino, y unos zapatos de salón de color azul marino con un tacón de cinco centímetros, ya que al parecer, ésta era la altura óptima para evitar los pies cansados. Con este uniforme y con el de invierno era obligatorio llevar medias de color carne y la compañía prohibía el uso de joyas, a excepción de un reloj discreto, una pulsera y dos anillos.
El traje de invierno fue especialmente blanco de las críticas tanto por el peso del tejido como por su estilo militar. Por último, la uniformidad y falta de surtido las agobiaba, después de todo, pertenecían a una nueva generación de baby-boomers con deseos de expresarse individualmente. La diatriba pública era con seguridad un triste final para una carrera larga y rica, y ocultó el hecho de que Balenciaga mantenía un seguimiento fiel, principalmente en España, donde las condiciones sociales apenas empezaban a cambiar, en parte como resultado del continuo contacto con los turistas del norte de Europa.
Extraído del libro “Balenciaga” de Lesley Ellis Miller, editado por Gustavo Gili, en el año 2007
Bocetos de Balenciaga para los uniformes de invierno y de verano de Air France 1969.
Imagen cortesía del Air France Museum, Paris.
La profesión de azafata gozaba de una elevada consideración en Europa y sus profesionales debían estar al tanto de las exquisiteces de la etiqueta social, mantenerse pulcras y bien peinadas mientras se desplazaban impecablemente de un entorno a otro, ofreciendo un educado servicio a una clientela acomodada.
Históricamente las azafatas de Air France habían llevado uniformes diseñados por los modistos Georgette Renal desde 1951 hasta 1962, momento en que la casa Dior, con Marc Bohan al timón, creó el “Nuevo Look”. Balenciaga heredó el cetro de la Maison Rodier, cuyos uniformes se habían utilizado apenas desde 1967. La corta vida de los uniformes de Rodier no era la norma, presumiblemente porque debía confeccionarse un gran número de prendas, un gasto con el que debía correr la aerolínea.
Air France no buscaba atuendos de una modernidad efímera para sus empleadas, ni tampoco prendas hechas individualmente a medida, y ya había iniciado un estudio sobre las necesidades prácticas de una azafata aérea, teniendo en cuenta los cambios climáticos, los gustos de la clientela y las opiniones de las propias azafatas, el dossier de diseño estaba fijado, por tanto y sólo era cuestión de escoger un nombre importante de la moda francesa: Balenciaga fue el nombre elegido.
El modisto estaba familiarizado en gran medida con los requisitos de la clientela a quienes la línea aérea transportaba como pasajeros, ya que a lo largo de toda su carrera sus clientas habían sido el tipo de mujer que viajaba con regularidad. Tales mujeres aparecían a menudo en revistas como Vogue, dando ideas a las lectoras acerca de cómo escoger el perfecto guardarropa-cápsula para los viajes aéreos.
Maniquíes posando con ellas dos versiones del uniforme de invierno o de Air France, 1969.
Los libros de consejos de la época también recomendaban vivamente los “tejidos que cooperen y se arruguen lo menos posible, un concepto que a Balenciaga, el gran experto en textiles, no le era ajeno.
Sin embargo el modisto no estaba habituado a hacer modelos para ser fabricados en serie y listos para llevar. En primera instancia, unas 1.300 azafatas debían llevar estos uniformes y, por tanto, debía fabricarse cerca de 1.000.0000 de prendas para adecuarse a los repuestos y a la colada. Obviamente, Balenciaga no podía hacer todos a medida, aunque propuso instalar en sus talleres una sección dedicada a Air France.
C. Mendès, el fabricante de pret a porter de gama alta que confeccionaba la colección de Jacques Heim, sería el encargado de confeccionarlos en tallas estándar.
Consciente de las limitaciones financieras y fabricación, Balenciaga aceptó el desafío con deleite y su correspondencia con la aerolínea muestra que, en un principio pensó en como lograrlos mejores resultados mediante un método poco habitual: su solución para conseguir un buen ajuste de las prendas con tan gran cantidad de medidas individuales fue montar en el aeropuerto de Orly un taller de acabado, donde cada uniforme ser rematase adaptándolo a las medidas de su usuaria. Así, la primera generación de uniformes de Balenciaga se beneficio de la atención del maestro, tanto en la fase de diseño como en la de ajuste.
Según el comunicado de prensa de Air France de diciembre de 1968, los uniformes resultantes se adecuaban a la necesidad de las azafatas de “elegancia, libertad de movimiento y adaptabilidad a cambios climáticos bruscos, y a la mantenimiento de una apariencia impecable incluso después de un largo viaje.
Tanto los uniformes de verano como los de invierno ponían de manifiesto los conocimientos de Balenciaga con respecto a los tejidos y a los cortes, y su devoción por lo práctico. Los uniformes de verano constaban de un traje de dos piezas en Terylene y lana de Lesur color azul o rosa pálidos, siendo el Terylene (tergal) una fibra de poliéster sintético muy popular desde la segunda mitad de los años cincuenta ya que no se deformaba, era resistente a las arrugas y se lavaba con facilidad.
Por tanto, había sido escogido por “sus cualidades de pulcritud y flexibilidad”. La chaqueta del uniforme era cruzada con un cuello que se doblaba sobre un lazo de gros-grain de color azul marino, y la falda era ajustada, aunque con dos tablas para permitir libertad de movimientos; el dobladillo quedaba justo por encima de la rodilla y los bolsillos eran de tipo canguro y estaban insertos en las costuras delanteras. Una gorra azul marino completaba el conjunto, junto con un impermeable azul marino con dos botones plateados, unos guantes blancos de algodón, un bolso bandolera azul marino, y unos zapatos de salón de color azul marino con un tacón de cinco centímetros, ya que al parecer, ésta era la altura óptima para evitar los pies cansados. Con este uniforme y con el de invierno era obligatorio llevar medias de color carne y la compañía prohibía el uso de joyas, a excepción de un reloj discreto, una pulsera y dos anillos.
Por contra, los uniformes de invierno estaban compuestos por un abrigo impermeable azul marino por debajo de la rodilla, un traje azul marino y una blusa blanca. El abrigo y la chaqueta no tenían cuello y sus escotes eran a la caja, mientas que la blusa tenían cuello alto. La chaqueta ostentaba cuatro bolsillos de plastrón, dos en el pecho y uno en cada manga por encima del codo y las mangas tenían un largo de tres cuartos. La falda seguía el mismo principio y patrón básico que su alternativa estival, con los bolsillos situados directamente sobre el abdomen, permitiendo una cierta holgura sin perder la elegancia. Los accesorios comprendían un sombrero azul (que incondiciones ventosas debía llevarse bajo un fular de seda azul), unas botas o unos zapatos de salón de cuero fino de color azul marino, un bolso bandolera de color azul marino, y los omnipresentes guantes de algodón blanco. Los botones y los broches plateados se integraban con el símbolo de Air France colocado en el sombrero. Los tejidos utilizados para estos conjuntos eran eminentemente prácticos; una sarga de lana inarrugable de Lesur para el traje y Terylene, inarrugable y lavable, para la blusa.
Exteriormente, los únicos detalles que delataban que estos conjuntos eran uniformes eran las insignias de Air France colocadas en la gorra y en el pecho, y una pequeña corbata anudada en el cuello. De no ser así, estos conjuntos podrían haber salido directamente de las colecciones de costura de Balenciaga de entre mediados y finales de la década de los sesenta, o de entre sus trajecitos intemporales que se hallaban en proceso de convertirse en elegantes atuendos a la moda aunque ligeramente conservadores. En el interior, sin embargo, la calidad de los forros y la atención al acabado circunscribían inmediatamente a estos trajes al prêt-a-porter, especialmente los que databan de la segunda generación de producción o posteriores. Mientras que en determinadas condiciones esta combinación era a un tiempo práctica y elegante y se adecuaba a las necesidades de la profesión, a otras no lo era tanto. Las fibras sintéticas probablemente resultaban extremadamente incómodas con el calor y las mangas de la chaqueta de invierno dificultaban el movimiento. Air France aún se mantenía fiel a las nociones tradicionales de etiqueta social para sus “embajadores” y no propugnaba los atuendos más funcionales y menos formales de los que eran partidarias muchas líneas aéreas estadounidenses. Según la línea aérea francesa, las azafatas nunca debían quitarse la chaqueta ni protegerse con delantales, ni siquiera en vuelos de largo recorrido.
Recortable publicitario de una azafata aérea con el uniforme de verano 1968.
Los anuncios se fijaban al panel circular que sostiene la azafata en su mano izquierda.
La reacción de la prensa y de las azafatas a los uniformes fue inmediata, generalizada y no del todo favorable. En muchos sentidos, ponía de manifiesto por qué Balenciaga fue lo bastante inteligente como para clausurar su casa el mismo año en que recibió el encargo. El modisto ya no estaba en sintonía con los principales cambios sociales que habían ocurrido tras la guerra, cambios que la revolución estudiantil de finales de los años sesenta subraya bruscamente.
El traje de invierno fue especialmente blanco de las críticas tanto por el peso del tejido como por su estilo militar. Por último, la uniformidad y falta de surtido las agobiaba, después de todo, pertenecían a una nueva generación de baby-boomers con deseos de expresarse individualmente. La diatriba pública era con seguridad un triste final para una carrera larga y rica, y ocultó el hecho de que Balenciaga mantenía un seguimiento fiel, principalmente en España, donde las condiciones sociales apenas empezaban a cambiar, en parte como resultado del continuo contacto con los turistas del norte de Europa.
Extraído del libro “Balenciaga” de Lesley Ellis Miller, editado por Gustavo Gili, en el año 2007
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